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pertenecíamos a la casa de Chelkus, una familia de sabios y de nobles de Ofir. Mediante un permiso
especial del rey de Estigia, a mi hermano le permitieron ir a Kheshatta, la ciudad de los magos, a fin de
que estudiara sus artes, y yo le acompa é. Theteles era sólo un chiquillo, era menor que yo...
La muchacha titubeó y su voz volvió a quebrarse. El forastero no dijo nada, pero siguió mirándola
con ojos ardientes, gesto severo y rostro inescrutable. Había algo salvaje e indómito en su expresión
que asustaba a la muchacha y la ponía nerviosa.
-Los negros kushitas invadieron Kheshatta y la arrasaron -siguió diciendo Livia, hablando más
rápidamente-. Nosotros justamente llegábamos a la ciudad con una caravana de camellos. Los
soldados de la escolta huyeron, y los invasores nos capturaron y nos llevaron con ellos. No nos
hicieron ningún da o y nos dieron a entender que parlamentarían con los estigios y aceptarían un
rescate a cambio de nosotros. Pero uno de los jefes quería quedarse con todo el rescate, por lo que él y
sus seguidores nos sacaron furtivamente del campamento una noche y huyeron con nosotros hacia el
sureste, hasta llegar a las fronteras de Kush. Allí fueron atacados y aniquilados por una banda de
guerreros bakalah. Theteles y yo fuimos arrastrados hasta esta guarida de bestias salvajes... -la
muchacha lloró convulsivamente-, y esta ma ana mutilaron y mataron cruelmente a mi hermano
delante de mí...
Livia se quedó en silencio; parecía haber perdido el hilo del relato, pero luego a adió:
-Arrojaron su cadáver descuartizado a los chacales. No sé cuánto tiempo estuve sin conocimiento...
Una vez más le faltaron las palabras. Levantó los ojos y vio el rostro ce udo del extranjero. Entonces
una furia incontenible embargó a la muchacha. Alzó los pu os y golpeó el poderoso pecho del
hombre blanco, que no pareció más afectado que si en su piel se hubiera posado una mosca.
-¿Cómo puedes quedarte ahí como un bruto insensible? -gritó ella tratando de no alzar demasiado la
voz . ¿Eres acaso una bestia salvaje como todos los demás? ¡Oh, Mitra, alguna vez pensé que los
hombres sabían lo que era el honor! Ahora veo que todos tienen su precio. Tú..., ¿qué sabes tú del
honor, de la compasión o de la decencia? Eres un bárbaro como los otros. Sólo tu piel es blanca; pero
tu alma es tan negra como la de ellos. ¡Poco te importa que un hombre de tu raza haya sufrido una
muerte horrenda a manos de estos perros... y que yo sea su esclava! Muy bien.
La joven se separó de él y agregó:
-Voy a llegar a tu precio -dijo ella llena de ira al tiempo que desgarraba la ligera túnica que llevaba
puesta, dejando al descubierto sus senos de marfil-. ¿No soy hermosa? ¿No soy más deseable que esas
nativas? ¿No soy una recompensa digna por una muerte sangrienta? ¿No vale una virgen blanca el
precio de matar a una persona? Entonces... ¡mata a ese perro negro de Bajujh! ¡Déjame que vea rodar
su maldita cabeza por el polvo! ¡Mátalo! ¡Mátalo! a adió golpeando un pu o contra el otro, en
frenética agonía-. Luego tómame y haz lo que quieras conmigo. ¡Seré tu esclava!
El hombre blanco continuó en silencio, siempre de pie, como un titán, con la mano sobre la
empu adura de la espada -Hablas como si fueras libre para entregarte a placer -dijo-, como si tu cuerpo
tuviese el poder de hacer tambalear a un reino. ¿Por qué habría de matar a Bajujh a cambio de tu
cuerpo? Las mujeres son tan baratas como las plantas en esta tierra, y tu complacencia me tiene sin
cuidado. Te valoras demasiado. Si yo te deseara, no tendría que tocarle ni un pelo a Bajujh para
tomarte. Él te ofrecería a mí como obsequio con sólo pedírselo. Livia suspiró. Todo su ímpetu había
desaparecido. La caba a parecía dar vueltas. Se tambaleó y se dejó caer llena de abatimiento sobre el
lecho. La amargura la inundaba al comprender el absoluto desamparo en que se hallaba. La mente
humana se aferra inconscientemente a ideas y valores conocidos, aun en un medio extra o y en
condiciones muy diferentes de aquellas en las que dichos valores tienen vigencia. A pesar de todo lo
que había vivido, Livia creyó instintivamente que su ofrecimiento tendría algún valor, y ahora se
asombraba al ver que no tenía ninguna trascendencia. No podía mover a los hombres como si fueran
peones de un juego; por el contrario, ella misma era uno de esos peones -Sí, es absurdo suponer que un
hombre en este rincón del mundo actúe según las normas y costumbres existentes en otros países -
murmuró Livia débilmente, apenas consciente de lo que estaba diciendo.
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