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discutirlo. ¡Dile a tu nave que baje! Cuando eso ocurra, ya atenderemos al resto.
Nos quedamos dos días más en Kurkurast, alimentándonos y descansando, esperando
una apisonadora de caminos, que llegaría del sur, y que podría llevarnos un tiempo
cuando emprendiera el camino de vuelta. Nuestros anfitriones consiguieron que
Estraven les contara la historia completa de nuestro cruce del Hielo. Estraven la contó
como sólo alguien que está dentro de toda una tradición de literatura oral puede hacerlo;
el relato se transformó así en una saga, colmada de locuciones y aun episodios
tradicionales, y sin embargo exacta y vívida desde los fuegos sulfurosos y la oscuridad
de los desfiladeros entre el Drumner y el Dremegole, a las ruidosas ráfagas que venían
de las gargantas montañosas y barrían la bahía de Guden; con interludios cómicos,
como la caída del mismo Estraven en la hondonada, y otros místicos, cuando habló de
los sonidos y silencios del Hielo, de los días sin sombras, de la oscuridad de la noche.
Yo escuché tan fascinado como los demás, los ojos clavados en la cara oscura de mi
amigo.
Dejamos Kurkurast pegados codo con codo en la cabina de una apisonadora de caminos,
uno de esos grandes vehículos de motor que alisan y apisonan la nieve en los caminos
de Karhide, ya que tratar de mantenerlos limpios se llevaría la mitad de los recursos del
reino, en tiempo y dinero, y de cualquier modo todo el tránsito de invierno se hace en
patines. La apisonadora avanzaba a unos tres kilómetros por hora, y nos dejó en la
próxima aldea al sur de Kurkurast ya bien avanzada la noche. Allí, como siempre, nos
dieron la bienvenida, nos alimentaron y nos alojaron para pasar la noche; al día
siguiente continuamos a pie. Estábamos ahora tierra adentro, alejados de las montañas
de la costa, que protegen a la bahía de Guden de los embates del viento norte, en una
región más habitada, de modo que ahora íbamos no de campamento en campamento
sino de hogar en hogar. Un par de veces conseguimos que nos llevaran un rato en trineo;
en una ocasión cuarenta kilómetros. Los caminos, a pesar de las nevadas copiosas y
frecuentes, eran firmes, y había muchas señales. Llevábamos siempre comida en
nuestros bultos, puesta allí por el anfitrión de la última noche; había siempre un techo y
un fuego al final de una jornada.
Sin embargo aquellos siete o nueve días de esquí y caminatas fáciles a través de tierras
hospitalarias fueron la parte más dura y terrible de todo el viaje, peor que el ascenso al
glaciar, peor que los últimos días de hambre. La saga había concluido; pertenecía al
Hielo. Estábamos muy cansados. No íbamos en la dirección adecuada. No había alegría
en nosotros.
- A veces hay que ir en dirección contraria a la rueda - dijo Estraven. Parecía tan
tranquilo como siempre, pero en el paso, la voz y la compostura, la paciencia había
reemplazado al vigor, la terquedad a la convicción. Estaba muy silencioso, y no hablaba
mucho con la mente.
Llegamos a Sassinod. Un pueblo de algunos miles de habitantes, posado en las alturas,
sobre el Ey helado; techos blancos, paredes grises, lomas con unas pocas manchas
negras y afloramientos de roca y árboles; caminos blancos y río blanco; del otro lado del
río, las tierras en disputa, el valle de Sinod, todo blanco...
Entramos en Sassinod con las manos vacías, pues casi todo lo que nos quedaba del
equipo de viaje se lo habíamos dado a varios y amables anfitriones, y ahora no teníamos
más que la estufa chabe, los esquíes y las ropas que llevábamos puestas. Así, livianos de
equipaje, hicimos nuestra entrada, preguntando la dirección un par de veces, no en el
pueblo, sino en una granja de las cercanías. Era un sitio pobre, no parte de un dominio
sino una granja aislada, dependiente de la administración del valle. En el tiempo en que
Estraven era joven secretario de esa administración había sido amigo del propietario, y
en verdad había comprado la granja para él hacía un año o dos, cuando estaba ayudando
a que la gente se reinstalase al este del Ey, con la esperanza de evitar toda disputa sobre
los derechos del valle. El granjero mismo nos abrió la puerta, un hombre macizo de voz
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