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y estiraban el cuello para tratar de ver, de lejos, el contenido. Otros daban, con exageración,
muestras de impaciencia. Todos parecían serios y retraídos. Poco a poco, la tribu entera fue
rodeando, aunque manteniéndose a distancia, las vasijas, de modo tal que quedó un espacio
circular vacío alrededor de los árboles que las protegían del sol, y se quedaron inmóviles,
mirando las vasijas, y removiéndose de tanto en tanto para ostentar impaciencia. Nadie
hablaba, ni siquiera se miraba. De vez en cuando, volvían a ponerse en puntas de pie y
estirando el cuello escudriñaban un punto impreciso detrás de los árboles, en dirección a las
construcciones. Como a la media hora, un murmullo satisfecho se elevó de la
muchedumbre: de las construcciones, algunos de los hombres que me habían convidado
pescado se aproximaban trayendo consigo montones de pequeños recipientes vegetales.
Alrededor de las vasijas, el círculo se estrechó un poco. Los hombres se abrieron paso entre
la multitud, dejaron el montón de calabacitas en el suelo y, en silencio, empezaron a lle-
narlos con el contenido de las vasijas y a pasarlos entre la multitud.
Era evidente que se trataba de alcohol, porque cuando lo probaban, se producía en ellos un
cambio, que en algunos era paulatino y en otros inmediato. Con los primeros tragos les
volvía la vivacidad habitual, se les encendían las miradas, y la expresión general de sus
rostros era casi alegre. Empezaban, otra vez, a salirse un poco de sí mismos, de esa actitud
hosca y reconcentrada en que los había sumido la comida. Intercambiaban monosílabos
rápidos, cordiales; algunos hasta se reían. La locuacidad aumentaba a medida que el brebaje
disminuía en las vasijas: se hubiese dicho que se contaban historias, chistes, porque se
formaban corrillos en los cuales uno de los miembros hablaba y, cuando terminaba, los que
habían estado escuchándolo, con expresión contenta, silenciosos y atentos, se echaban a reír
a carcajadas, sacudiéndose y dándose entre sí empujones suaves y gozosos. La animación
era general y se hubiese dicho que iba en aumento. Era extraño verlos así, saliendo del pozo
sin fondo en el que parecían haber caído durante la comida, en esa luz ya un poco menos
cruel de la media tarde que mandaba al cielo, después de rebotar contra los árboles, reflejos
verdosos. El rumor de las voces se desvanecía en el aire, en la luz amarilla, entre las hojas.
Igual que con la comida, iban y venían a las vasijas a llenar una y otra vez las calabacitas
que vaciaban de un trago. Eufóricos, daban, por momentos, la impresión de que, en vez de
proferir voces humanas, iban a lanzar un grito animal. Sus cuerpos se ponían tensos,
enhiestos. Los pechos se hinchaban, las cabezas se erguían y los miembros que habían
perdido fuerza en la modorra de la digestión la recobraban hasta tal punto que los músculos
resaltaban, duros y tirantes, del mismo modo que las venas. La piel parecía más lisa, más
suave, más gruesa y más saludable. Las tetas de las hembras daban la impresión de inflarse
o de florecer.
La plenitud corporal y el entusiasmo súbito, que los relacionaban armoniosamente a unos
con otros, crecían en ellos como un mar interno, dejando adivinar la excitación inminente
que volvería a dejarlos solos, otra vez, en la cárcel de los cuerpos. Lo que más me llamaba
la atención al observarlos era la desnudez, que hasta un rato antes me había parecido natural
y que ahora, sin saber muy bien por qué, me molestaba. Hasta ese momento los cuerpos
habían sido un todo nítido, compacto, que se disimulaba en su propio olvido y en su
abandono. A medida que los efectos del aguardiente aumentaban, los cuerpos parecían
ostentar su desnudez, tenerla presente, girar, espesos, en torno de ella. Los genitales,
ignorados hasta entonces, se despertaban. Los hombres, distraídos, se manoseaban la verga,
o la tocaban, como al descuido, al pasar, bajando la mano hacia el muslo o hacia la cadera.
En el modo de estar paradas, las mujeres se las ingeniaban para que las nalgas resaltasen o
las caderas se volviesen prominentes. Más de uno se acariciaba, distraído, el propio cuerpo,
o miraba la desnudez ajena con insistencia, sin decir palabra, como esperando del otro una
actitud recíproca. Las idas y venidas hacia las vasijas iban haciéndose, entre tanto, cada vez
más frenéticas, las voces, más altas -como si el rumor arcaico que hubiesen estado tratando,
horas antes, de escuchar en sus cuerpos, estuviese ahora lindando con el grito.
Los hombres que me habían convidado pescado se abstenían también de alcohol y se
limitaban, diligentes y diestros, a servir a los otros. No intervenían para nada en su
conversación ni trataban de imponer ningún orden ni ninguna justicia en la distribución del
brebaje. Un indio podía venir a instalarse cerca de las vasijas y hacerse llenar cinco o seis
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