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nar nuevamente su copa, exclamó levant�ndose y atus�ndose el bigote:
-�Basta se�or Mois�s! No ha de ser todo tratarse aqu� como ca-
nónigos. Pasado ma�ana a m�s tardar, empezar�n los rusos el bom-
bardeo: tiempo es ya de pensar en blindar el granero.
Estas palabras me dejaron atónito.
-�Ea! -continuó el sargento. -La cosa es muy sencilla. En el patio
be visto algunas vigas, que pueden servirnos para el caso. Vamos a
probar entre, los dos si podemos subirlas.
Sin perder un momento pusimos manos, a la obra; mas como los
maderos pesaban demasiado, rogu� a mi hu�sped me aguardara un
instante, mientras iba a buscar a los hermanos Carabin, dos robustos
mozos, llamado el uno Nicol�s y el otro Mathis, ambos aserradores de
oficio. Algunos minutos despu�s, volv� acompa�ado de estos indivi-
duos que, acostumbrados a aquel g�nero de trabajo, tardaron poco en
trasladar las vigas al sitio en que deb�an colocarse. Los Carabin ha-
b�an llevado sus herramientas. El sargento les hizo aserrar las puntas
de los maderos, y apoyarlos uno contra otro hasta formar un cono,
ayud�ndoles �l en esta tarea como un h�bil carpintero. Sara y Zeffen
nos contemplaban sonriendo, y al ver que aquella operación duraba
demasiado, bajaron a la cocina para preparar la cena. Yo las segu�,
porque, como se acercaba la noche deb�a proveerme de una linterna
para alumbrar a los trabajadores. Cuando, al cabo de contados minu-
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tos, volv�a con la luz sin pensar en nada dejóse o�r, de repente, una
especie de silbido espantoso, acompa�ado de un movimiento de trepi-
dación, cual. si toda la casa se viniera abajo. Poco faltó para que caye-
ra de espaldas, haciendo pedazos mi linterna.
Los hermanos Carabin, no menos asustados, mir�banse uno a
otro, dando diente con diente.
 �Una bala! -exclamó el sargento, mir�ndonos con curiosidad
excitada por nuestra palidez.
Al acabar de proferir estas palabras, resonó el estampido del ca-
�ón, repetido cien veces por los ecos de la noche. Instant�neamente
me acometieron tinos violentos retorcijones de tripas, unidos a un vi-
v�simo deseo de echar a correr escalera abajo.
-Puesto, que ha cruzado una bala por ah�  pensaba yo, -pueden
muy bien Pasar dos... tres... cuatro.
No pod�a tenerme en piel.
Los dos Carabin eran, sin duda de la misma opinión, porque, sin
rechistar, tomaron enseguida sus blusas y se dirigieron hacia la puer-
ta..
-�Esperad! �espera!  les gritaba el sargento. -�Nada ten�is que
temer! La obra avanza: dentro de una hora todo estar� acabado.
-Haga usted lo que le d� la gana -respondió el mayor de los Ca-
rabin; -yo no debo permanecer aqu�, soy padre de familia.
Al decir esto, una segunda bala silbó sobre el techo, y cinco o
seis segundos despu�s, sentimos a lo lejos la detonación.
Lo m�s extra�o era que los rusos, tiraban desde la entrada del
Bosque de las Encinas, a tres cuartos de legua de distancia, y se ve�a el
fogonazo pasar por delante de nuestras ventanas.
El sargento trataba todav�a de detenernos, diciendo:
 �Jam�s dos balas han pasado por el mismo que lugar! Puesto
que la primera toco en el techo, las dem�s ir�n m�s altas todav�a. As�,
pues, volvamos a nuestro trabajo.
Esto era superior a nuestras fuerzas.
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Temblando como un azogado, puse la linterna en el suelo y baj�
la escalera, tropezando a cada paso, cual si me hubiesen serrado las
piernas.
En la calle resonaban los mismos gritos y la misma algazara que
por la ma�ana: las chimeneas ca�an con estr�pito; gran n�mero de
mujeres y ni�os corr�an a refugiarse en las casamatas; pero yo no re-
paraba en nada a causa de mi propio terror.
Los dos Carabin hab�an huido, p�lidos como muertos.
Toda la noche me duró el cólico. Zeffen y Sara no se sent�an m�s
tranquilas ni mejor que yo.
El sargento quedó en el granero, continuando sus obras de defen-
sa. A eso de las doce bajó a mi habitación, exclamando:
-�Se�or Mois�s, el techo est� blindado; pero �sos amiguitos de
usted son unos holgazanes me han dejado solo.
Le di las gracias lo mejor que pude a�adiendo que toda la familia
est�bamos enfermos y que, en cuanto a m�, confesaba no haber pasado
nunca un susto semejante.
 �Ya s� lo que es eso! -contestó ri�ndose a carcajadas. -A todos
los reclutas les sucede lo mismo cuando oyen silbar la primera bala;
pero les pasa pronto; es cuestión de acostumbrarse.
Dicho esto, dióme las buenas noches y se fue a acostar. Media
hora despu�s, todos dorm�an en la casa, excepto yo.
Despu�s de las doce, no tiraron los rusos ning�n ca�onazo. Los
disparos anteriores no hab�an sido m�s que un ensayo, que hicieron
para probar el alcance de sus piezas y darnos una ligera idea de lo que
nos ten�an reservado.
Todo esto, Federico, no constitu�a m�s que los preliminares del
bloqueo. Ya ver�s las miserias y horrores que tuvimos que soportar
durante los tres meses que duró el asedio.
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XIII
A las siete, de la ma�ana del d�a siguiente, a pesar del ca�oneo
de la v�spera resonaban en la ciudad las exclamaciones de j�bilo de
sus moradores. Una porción de gente, que, venia de las murallas baja-
ba por nuestra calle gritando:
-�Han marchado! �Han marchado!.. �No se ve un cosaco hacia
Cuatro Vientos ni detr�s de las Barracas del Bosque, de las Encinas!
�Viva el Emperador!
Todo el mundo corr�a a los baluartes.
Lleno de curiosidad abr� una ventana y me asom� a ella con go-
rro, del dormir. Hac�a un tiempo muy h�medo; la nieve se hab�a ido
liquidando y ca�a gota a gota sobr� los transe�ntes.
Sara que levantaba nuestra dama me dijo:
-Cierra esa ventana, Mois�s, no sea que pesquemos un resfriado. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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