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sus ojos horribles, y sin duda conversaban entre ellos en su idioma de sexto sentido y
cuarta dimensión.
Por vez primera vi a la reina. No parecía diferir de los otros en nada que pudiera
discernir mi ojo de terrícola, pues, en realidad todos los Mahars, a mi parecer, se
asemejaban. Pero cuando cruzó la arena después del resto de sus súbditos femeninos,
fue precedida por una cantidad de enormes Ságotas, los más grandes que yo había visto,
y acompañada de cada lado por dos gigantescos típdaros, mientras que atrás seguía otra
escolta de guardias Ságotas.
Al llegar a la barrera los Ságotas treparon con agilidad simiesca, mientras que la altiva
reina se elevó con sus alas, con dos impresionante dragones cerca de ella, y se situó en
la roca de mayor tamaño que estaba exactamente en el centro de la parte del anfiteatro
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que correspondía a la raza dominante. Y allí se quedó en cuclillas aquella reina de lo más
repulsiva y desagradable; aunque seguramente tan convencida de su belleza y de su
derecho divino a reinar como el más orgulloso monarca del mundo exterior.
Y entonces empezó la música, pero ¡música sin sonido! Los Mahars no pueden oír, por
lo cual los tambores, las flautas y los cornos de las bandas terrestres eran desconocidos
por ellos. La "banda" consistía en veinte Mahars o más, que desfilaron por el centro de la
arena de modo que las criaturas que estaban sobre las piedras pudieran verlos, y allí
actuaron durante quince o veinte minutos.
La técnica consistía en mover la cola y la cabeza en una sucesión regular de
movimientos rítmicos cuyo resultado era una cadencia que evidentemente complacía
tanto a la vista de los Mahars como nuestra música instrumental complace a nuestros
oídos. De tanto en tanto la banda daba pasos medidos al unísono hacia un lado o el otro,
o hacia atrás y adelante. A mí, eso me parecía tonto y carente de sentido; pero al concluir
la primera pieza, los Mahars situados en lo alto de las rocas dieron las primeras muestras
de entusiasmo que yo les veía manifestar. Batieron las alas de arriba abajo y golpearon
con la cola sus asientos rocosos hasta hacer temblar la tierra. Luego, la banda comenzó
otra pieza y todo volvió a quedar en silencio como una tumba. La música de los Mahars
tenía eso de bueno: si a uno no le gustaba, bastaba con cerrar los ojos.
Cuando la banda hubo terminado con su repertorio levantó vuelo y se sentó en las
rocas alrededor de la reina. En ese momento empezó la función. Un par de guardias
empujaron a un hombre y una mujer al interior de la pista, y entonces yo me incliné hacia
adelante para escrutar a la mujer, rogando que no fuera Dian la Hermosa. Al principio
estaba de espadas a mí y su espesa cabellera negra como azabache me llenó de alarma.
De repente se abrió una puerta de un costado de la arena y entró un enorme animal de
características bovinas.
- Un bos - susurró Perry, excitado -. Esa especie vivió en la corteza exterior, junto con
el oso cavernícola y el mamut, hace mucho tiempo. Hemos vuelto atrás un millón de años,
David hasta la infancia del planeta. ¿No es maravilloso?
Pero yo lo único que veía era el pelo negro de una chica semidesnuda y mi corazón se
detuvo angustiado mientras la miraba. Poco me importaban las maravillas de la
naturaleza. De no ser por Perry y Ghak hubiera saltado a la arena para compartir lo que el
destino le deparara a esa inapreciable joya de la Edad de Piedra.
Al entrar el bos - ellos lo llaman taga en Pelucidar - arrojaron dos lanzas a los pies de
los prisioneros. Me pareció que una honda hubiera sido tan eficaz contra semejante bestia
como esas míseras armas.
Mientras el animal se iba aproximando, piafando y bramando con la fuerza de varios
toros, otra puerta se abrió directamente debajo de nosotros y de ella salió el rugido más
tremebundo que jamás hayan percibido mis oídos. Al principio no pude ver al animal que
profería ese temible desafío, pero aquél surtió el efecto de hacer girar bruscamente a las
dos víctimas hacia el lugar de donde provenían, y entonces pude ver el rostro de la
chica... ¡que no era Dian! y casi lloré de alivio.
Mientras los dos se quedaban helados de terror, el ser que había emitido aquel
bramido se fue deslizando cautelosamente ante la vista de todos. Era un enorme tigre,
como los que acechaban en las junglas antiguas, cuando el mundo era aún joven. Por su
figura y color no era distinto del más auténtico de los tigres de Bengala de nuestra tierra,
pero así como sus dimensiones eran exageradamente colosales, también sus colores
eran exageradamente chillones. El amarillo era vívido e intenso; el blanco parecía el del
plumón del pato, y el negro eran brillante como el más fino carbón de antracita. Era de
pelaje largo y espeso como el de la cabra montañesa, y sin duda era un animal hermoso.
Pero si sus colores y tamaño resultaban exagerados en Pelucidar, lo mismo ocurría con la
ferocidad de su temperamento. No solamente es miembro ocasional de la especie que se
alimenta de seres humanos - todos se alimentan de hombres -, sino que no se limitan a
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comer hombres, pues no existe carne de ningún tipo en Pelucidar que no sean capaces
de comer con gusto en su continuo afán de darle a su cuerpo gigantesco el suficiente
sustento como para mantener en forma sus poderosos músculos.
De un lado de la pareja condenada avanzaba bramando la taga, y del otro acechaba el
tarag con las fauces abiertas y babeando.
El hombre tomó las lanzas y le dio una a la mujer. Los rugidos del tigre y los bramidos
del toro eran un verdadero frenesí de furor. Nunca en mi vida había yo oído un estrépito
tan infernal como el que producían aquellas dos bestias, ¡y pensar que todo eso se
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